Un hilo tenue de cicatriz atraviesa su cuello, como un recordatorio permanente de aquel día cuando la justicia dejó de ser un concepto abstracto para convertirse en una herida viva.
Óscar Blanco García, candidato a Juez de Distrito en Materia Mixta en Morelos, lleva en su cuerpo la huella indeleble de un sistema judicial que a menudo olvida a las víctimas en la burocracia fría de sus procedimientos.
Aquella noche fatídica, Óscar fue atacado por varias personas, episodio que casi le cuesta la vida. Entre quirófanos y salas judiciales se encontró con una paradoja dolorosa: siendo abogado y víctima al mismo tiempo, tuvo que defenderse a sí mismo en un tribunal que lo revictimizó en lugar de protegerlo.
«Decidí estudiar derecho porque no soporto las injusticias, los abusos, sobre todo contra personas vulnerables», dice Óscar, con una voz pausada pero firme, revelando un idealismo que resistió incluso a la crudeza de su propia tragedia.
La escena permanece fija en su memoria, una jueza ordenando su comparecencia por medio de la fuerza pública cuando él era víctima, no acusado. A partir de esa experiencia comprendió, en carne propia, las deficiencias profundas del sistema: la desprotección de las víctimas, la ineficiencia de los procedimientos, y la insensibilidad de algunos jueces frente al sufrimiento ajeno.
Con ese trasfondo personal, su candidatura adquiere matices más allá del simple deseo de ascenso profesional. Óscar Blanco busca transformar las heridas en cicatrices que ayuden a sanar también a los demás.
Quiere ser juez, afirma, porque cree que el poder solo adquiere sentido cuando se ejerce para defender a otros, para corregir las injusticias que alguna vez él mismo enfrentó.
El proceso actual de reforma judicial en México es inédito y complejo. Por primera vez, los cargos de jueces y magistrados federales se someten al voto popular, un ejercicio que busca transparentar y democratizar la justicia.
En este contexto, Óscar encarna un perfil que desafía las viejas estructuras, marcadas por la burocracia judicial y la distancia fría que muchas veces separa a los juzgadores de quienes buscan justicia.
Actualmente, como secretario instructor en un juzgado federal, Óscar conoce bien los entresijos de la justicia cotidiana. «Nosotros somos los que redactamos la sentencia, analizamos cada caso, proponemos soluciones», explica, dejando claro que, aunque la decisión final recae en el juez, el trabajo del secretario es clave para el funcionamiento del sistema.
Ha trabajado en múltiples áreas, desde asuntos penales hasta laborales, siempre destacando por su sensibilidad frente a los casos que pasan por sus manos.
Recuerda vívidamente el de una persona adulto mayor acusado injustamente de fraude fiscal, perdido entre papeles y procedimientos que lo mantenían encarcelado sin comprender su delito.
Otro caso, una persona a quien el IMSS había declarado fallecida, retirándole su pensión, fue resuelto gracias a la intervención directa de Óscar, quien, ejerciendo su autoridad, aceleró el proceso de restitución.
Estos ejemplos no solo destacan su compromiso humano, sino que revelan un rasgo poco común entre funcionarios judiciales: la convicción profunda de que la justicia debe ser rápida y cercana, no una maquinaria lenta y distante. «La justicia tiene que ser accesible, tiene que involucrarse directamente con las personas», enfatiza.
Cuando se le pregunta qué clase de juez aspira a ser, Óscar responde con sencillez y contundencia: «Un juez honesto, cercano, con las puertas abiertas para escuchar a las partes. Un juez que atienda el contexto, las circunstancias humanas detrás de cada expediente».
Habla con convicción sobre la necesidad de humanizar la justicia, de privilegiar los derechos humanos sobre formalismos técnicos que suelen sepultar la esencia misma del acto de juzgar.
En medio del ruido electoral, Óscar Blanco destaca por la sinceridad de su discurso, que no rehúye las contradicciones del sistema que busca integrar.
Su figura, atravesada literalmente por la experiencia del dolor y la injusticia, se perfila como una promesa de cambio, como una garantía de sensibilidad en un ámbito acostumbrado a la frialdad del procedimiento.
A pocos días de las elecciones, cuando la ciudadanía tiene por primera vez en sus manos la posibilidad de elegir directamente a quienes impartirán justicia, Óscar es claro en su llamado a la participación responsable.
Para él, el voto popular es mucho más que una simple elección; es una oportunidad histórica para «empoderar a las personas, hacer que la Constitución cobre vida, que los derechos no sean palabras muertas en el papel».
La entrevista termina y Óscar Blanco se despide, recordando a los votantes cómo encontrarlo en la boleta: número 10 en la papeleta amarilla. Pero más allá del número, queda su imagen como un candidato que lleva en su cuerpo y en sus ideales el peso de una justicia que todavía busca sus verdaderos caminos.
Al final, quizá esa cicatriz en su cuello no sea solo un recuerdo doloroso, sino una línea trazada con tinta indeleble sobre la piel de la justicia misma, una advertencia constante de que, detrás de cada sentencia, hay una vida, un sufrimiento, una esperanza. La esperanza, al menos hoy, lleva el nombre de Óscar Blanco.