En un país donde el Poder Judicial enfrenta una reforma histórica que lo empuja por primera vez a las urnas, Diana Jaimes Villanueva se presenta como candidata sin discursos rimbombantes ni apellidos ilustres.

Su historia es otra: la de una joven que estudió derecho porque no quiso estudiar biología, que desahogó audiencias cuando aún no tenía cédula profesional y que aprobó exámenes orales mientras su bebé de tres meses dormía en casa. Su carrera es una sentencia viva contra el privilegio.

Diana aprendió a argumentar mucho antes de saber qué era un juicio. De niña, perseguía balones en campos de tierra, impulsada por dos hermanos mayores que, sin saberlo, le enseñaron que la competencia no distingue géneros.

En su adolescencia, cambiaba el delantal de McDonald’s por libros de Jorge Bucay. Era, dice con una sonrisa tímida, «la muchacha de la recepción que terminó desahogando juicios».

No entró a la universidad pública. No por falta de ganas, sino por falta de espacio. “Fue un balde de agua fría”, recuerda. Aceptó el revés como una advertencia. Compró libros.

Se inscribió en una universidad privada con su propio dinero y el esfuerzo compartido de su padre, un ingeniero químico que también creía en la educación como vía de escape.

“Yo me pagaba los camiones”, dice. “Tenía que combinar despacho, escuela y trabajo de fines de semana. Aprendí que uno no puede rendirse”.

Ahí, en un despacho laboral, encontró su vocación. La materia no solo la atrapó por su lógica legal, sino porque la enfrentaba al rostro humano del derecho: trabajadores despedidos, sin dinero para demandar, urgidos de justicia rápida. “Ahí palpas la necesidad real de la gente”, dice. “Uno entiende que el tiempo también es una forma de violencia”.

El sistema judicial no le abrió la puerta en su estado. “Dejé currículums en todos lados, pero no hubo espacio para mí en Morelos”. Monterrey le ofreció el primer peldaño: oficial administrativa. Desde ahí, fue subiendo sin atajos, sin apellidos, sin recomendaciones.

“En el litigio uno pide. En el servicio público, uno tiene que resolver. Con fundamento y con motivación. Y eso, eso se aprende leyendo”.

Se volvió aprendiz de sus superiores, observadora de estructuras, lectora voraz de sentencias ajenas y arquitecta de las suyas. Cada noche invertida fue un ladrillo en su propia escalera. “Quería ser como mi jefa. Así que me quedaba después del trabajo para estudiar sus proyectos. Ella me enseñó que para crecer hay que regalar tiempo”.

Pasó por los filtros más exigentes del Poder Judicial: cursos, nombramientos provisionales, exámenes, proyectos. Cada peldaño fue ganado con horas robadas al descanso. “A veces uno estudia mientras otros ya duermen. Pero si no lo haces tú, nadie más lo va a hacer por ti”.

Su embarazo no fue pausa, sino impulso. A los seis meses de gestación, presentó el primer examen para jueza. No lo pasó. Pero no se rindió. A los pocos meses, con un bebé de tres meses en casa, se presentó de nuevo. “No fue fácil. Ser mamá y estudiar es hacer malabares emocionales. El bebé llora, tú estás leyendo. Pero si esperas el momento perfecto, nunca haces nada”.

Pasó las tres etapas del concurso con la seguridad de quien se ha preparado con rigor. “En el examen oral me tocó el consejero Sergio Javier Molina. Me bombardeó con preguntas. Pero me sentí fuerte. Sabía las respuestas porque ya había vivido los casos”.

No se limita a hablar de méritos. Habla también de género. “Mi esposo es un extraordinario papá, pero los hijos buscan a la mamá. La maternidad es también una prueba en el camino profesional. Y a veces la más difícil”.

Diana Jaimes no busca vender una historia de heroína ni de víctima. Habla con la serenidad de quien ha peleado cada centímetro de su carrera. No tiene padrinos, pero sí trayectoria. No promete reformas espectaculares, pero sí resoluciones bien hechas.

En este proceso inédito donde los jueces buscarán el voto ciudadano, su voz disonante se hace necesaria. No viene del poder, sino del esfuerzo. Y si algo deja claro su historia, es que la justicia también puede tener rostro de mujer joven, madre, trabajadora y persistente.

En tiempos donde el sistema judicial enfrenta su propia rendición de cuentas, candidatas como Diana no ofrecen milagros, sino trabajo. No prometen cambiar todo, pero garantizan que lo que se resuelva, se hará con conocimiento, ética y humanidad.

En su historia no hay fuegos artificiales, pero sí una lección: en la justicia, la experiencia silenciosa a veces pesa más que los discursos grandilocuentes. Y quizás, por primera vez, eso también llegue a las urnas.